Los que me conocen ya lo saben: no me interesa el balompié. Un deporte de vanidosos donde los jugadores salen a la cancha recién afeitados, con gel y perfume a jugar. Se hacen tirados al suelo sin que nadie los haya tocado, en aras de cobrar una falta. Un mundo corrupto en el que se ha ignorado la tecnología de repetición instantánea para determinar con justicia las jugadas polémicas (cosa que se usa en todos los demás deportes profesionales hace varias décadas). Se deciden partidos importantes con penales, que al fin y al cabo son una rifa. Además, hay empates. ¿En qué estaban pensando los creadores del reglamento oficial cuándo decidieron que era posible empatar? Eso es apto en juegos infantiles para evitar resentimientos, no en deportes profesionales cuya intención es provocar sana competencia y rivalidad.

A pesar de todo lo anterior, me dejé llevar hasta Rusia, por tierra, en una carcacha soviética para ver a nuestra selección jugar en el escenario deportivo más grande del globo terráqueo. Honestamente ni sabía lo que me esperaba. En los últimos 18 años he ido a tres partidos: España-Cameroon en las Olimpiadas del 2000, Chelsea-Tottenham en el 2010 en Stanford Bridge, y Letonia-Lituania en la final de la copa báltica 2018. De hecho nunca había visto jugar a la selección de Costa Rica. Ahora que lo pienso, nunca había visto a un jugador de la selección. Bueno, tal vez había visto a varios sin haberlos reconocido, quién sabe.

Aunque soy cínico por excelencia y tengo total desapego al deporte en cuestión, es imposible hacer caso omiso del latido patriótico que impulsa la sangre por mis venas. Soy tico y presumo de esa realidad todos los días. Especialmente cuando estoy de viaje. Cada vez que alguien me pregunta:

-Where are you from?-

Saco pecho y proclamo, porque sé que mi respuesta causará una reacción de sorpresa y envidia:

-Costa Rica.

-Costa Rica?! Wow! So Beautiful. I would love to go there…etc.

La intensidad del efecto parece ser inversamente proporcional a la temperatura promedio del país de origen de la persona con la que estoy conversando. Entre más frío y feo el país, más envidiosos.

Yo levanto la bandera con orgullo, no por la selección, ni por la afición, sino porque procedo del país más hermoso del mundo y voy a celebrar cualquier oportunidad que tenga mi patria de lucirse. El balompié es un simple vehículo para lograr lo anterior. La popularidad del juego y la visibilidad que tiene el mundial define a este torneo como la mejor plataforma para obtener reconocimiento nacional a nivel planetario. Es decir, si Costa Rica quedara campeón del mundo, estaríamos en boca de centenas de millones de personas de todas etnicidades. Muchos de ellos probablemente ni podrían ubicarnos en un mapa, hasta que los noticieros les expliquen que somos un pequeño pueblo centroamericano de apenas 51 mil kilómetros cuadrados.

Esto me lleva al mensaje totalmente objetivo que le tengo a la afición costarricense. No es un mensaje racional como el que ofreció Oli, fan número uno del balompié, en su blog anterior. Es una recomendación insensible que parte de un principio irracional que atenta contra los sentimientos de quienes realmente aman el deporte.

El secreto de la felicidad es mantener bajas expectativas. Muchos de ustedes estarán de acuerdo sin haberlo analizado. En un restaurante que tiene mala pinta debo asumir que me servirán una vomitada de borracho, para poder disfrutar la comida mediocre que probablemente me van a servir. Entre más alta la expectativa, mayor la decepción cuando no se cumple lo esperado. Cuanto más baja la expectativa, mayor la satisfacción al obtenerse un resultado ordinario.

Durante mis últimos días en Rusia escuché a incontables ticos expresar frases como:

-Pasar de ronda sería un hito histórico-

-Si Brasil nos mete menos de 2 goles sería un resultado excelente-

-Empatar contra Suiza sería una maravilla-

-Llegar a cuartos de nuevo es prácticamente imposible-

Es un mecanismo de defensa, obvio. Acuden a esta mentalidad para que no les duela tanto si sufrimos una derrota. Tiene mucho sentido, pero desde un punto de vista egoísta. Egoísta porque están priorizando sus sentimientos de primero, y dejando de lado el impacto que tiene la energía y esperanza de la afición en el desempeño del equipo.

Si yo compito, es para ganar. No me importa si estoy jugando tenis contra Federer o basket 1 a 1 contra Lebron. En mi cabeza estoy 100% seguro que voy a salir victorioso, hasta que se me demuestre lo contrario. Visualizar el gane es completamente indispensable para que exista la posibilidad de que suceda (por más remota que sea dicha probabilidad).

De la misma manera, si su equipo está en la cancha usted debería visualizar el gane y gritar conforme los sentimientos que esa visión le genere. De lo contrario, tienen todas las de perder. ¿Cómo van a ir confiados los jugadores, si su afición pseudo-espera una derrota? Sin confianza, no hay esperanza.

Por ende, a veces debemos romper la regla de las expectativas, porque en el mundo de los deportes profesionales no hay lugar para su mezquina felicidad. Solo existe euforia de triunfo y llanto de fracaso.

Repito lo que dijo Oli: a fin de cuentas, son 22 maes persiguiendo una bola. Cualquier cosa puede suceder. Si lo pensamos así, la probabilidad de ganar (o empatar) un partido cualquiera es 50%. Igualmente, la probabilidad de quedar campeones del mundo después de haber clasificado al mundial es 1 en 32.

En conclusión: si usted ama su país, es aficionado del deporte, y quiere que la selección se luzca en el próximo mundial, no se ponga barreras mentales para amortiguar el golpe de un posible fracaso. Sigamos el ejemplo de Nour y apuntemos las flechas hacia la luna. Costa Rica va a quedar campeón del mundo algún día, aunque nos tome 32 mundiales para lograrlo.

Atentamente,

Alguien que fue al mundial sin saber nada de balompié, y volvió sabiendo menos.