Primer día del viaje, primera hora del viaje, primer momento del viaje.
Y todo sale mal.
Puede que mi viaje ni siquiera empiece y que llegar a Nueva Zelanda para apoyar a nuestras jugadoras en el Mundial, sea un sueño que no se cumpla para mí.

Son las 5:15am del viernes 7 de julio y me quedo sin respiración cuando en el mostrador de facturación del Aeropuerto Juan Santamaría la trabajadora de la aerolínea me solicita mi permiso de entrada a Estados Unidos, lugar donde haremos escala para volar hasta la otra punta del mundo; Auckland. En poco más de una hora sale el vuelo y el trámite que debía haber hecho online hace varios días para solicitar entrar a USA, puede tardar desde 15 minutos hasta 72 horas en ser aprobado. Sebas me mira intentando disimular la preocupación que reflejan sus ojos e intenta calmarme mientras yo empiezo a rellenar el formulario con el corazón en la mano.

Efectivamente la aprobación de mi entrada a Estados Unidos no llega a tiempo y Sebas, René, Goye y Vero deben irse… ya que 5 vuelos perdidos es peor que 1. Me quedo sola, sabiendo que perder ese vuelo implica en un 99% de probabilidades perder también los vuelos que me llevan hasta el Mundial. Pero quedarme lamentando nunca ha sido mi manera de actuar frente a los desafíos de la vida. Respiro, vuelvo a respirar, una última inhalación y exhalación más, y empiezo a correr por todo el aeropuerto buscando la solución.

En las siguientes 15 horas llenas de una solitaria incertidumbre deambulando por diferentes aeropuertos, realizando diferentes escalas y corriendo más que en la final de un Mundial, me da tiempo a pensar en los aeropuertos y, como hice en el último Mundial Masculino, pretendo en esta edición volverme a abrir para quién quiera “viajar conmigo”.

Los aeropuertos son lugares de paso, son el puente entre un origen y un destino, son el medio para venir de un lugar o para llegar a otro. Hasta hay una película dedicada a ellos (“La Terminal” protagonizada por Tom Hanks). Cada vez son más, tienen un papel más importante en las vidas (sobre todo de las personas con ciertos privilegios socio-económicos) y en mí marcaron mi vida ya que mis aeropuertos han tenido rostro de fútbol, rostro de una madre que lleva 17 meses sin ver a su hija, rostro de un último beso a escondidas de la desaprobación y tienen rostro de etapas que inician y etapas que terminan.

Empecemos.

Los aeropuertos tienen rostro de fútbol, de los sueños que mi “yo” de 13 años tenía cuando viajó por primera vez con la Selección Balear (lo que sería acá, por ejemplo, la selección de fútbol de una de las 7 provincias) a disputar un campeonato de España, ¡y jugué como 6 o 7!. Además de esos viajes, cada 2 semanas yo volaba desde el aeropuerto de la isla donde nací, Mallorca, hasta otro lugar de España para jugar en la segunda división en la que debuté un año más tarde, con 14. Los aeropuertos siempre lucían de un color verde esperanza en la partida, con el optimismo de jugar un buen partido y volver con los 3 puntos a casa. Aunque a veces la vuelta no cumplía dichas expectativas y en vez de cantar en el avión todo el equipo las canciones que nos representaban, el silencio era parte del todo y la tristeza con sabor a derrota convertía los pasillos del avión en un funeral.

Los aeropuertos tienen rostro de una madre que lleva 17 meses sin ver a su hija, y ese fue mi caso cuando por causa de la pandemia tuve que quedarme en Costa Rica en un contexto donde no sabía si volvería o no a ver a mi familia con vida. Desde los 18 años en que dejé mi hogar para salir a estudiar fuera, 3 o 4 veces al año los aeropuertos me recibían. Durante varios años, como hasta lo 25, me daba pereza volver a mi tierra a ver a mi familia, ya que eso era sinónimo de acatar ciertas órdenes, de no poder salir de fiesta con total libertad y por lo tanto de perder la independencia que había ganado. Pero eso ha cambiado desde que ya hay un océano por en medio que me separa de mi madre, padre, hermano, y desde hace menos de 1 año, de mi querida sobrina, que ella aún no lo sabe pero será feminista y ganadora del Balón de Oro 2030 jeje… Desde que empecé a vivir en América Latina los aeropuertos se tiñen de emoción por volver a mis raíces, a mi espacio seguro, al lugar donde simplemente puedo no cuidar de nadie y que me cuiden a mí. Al volver del Mundial Masculino de Qatar, me quedé unos días en España, y llegué al aeropuerto de sorpresa. Casi mato a mi madre de un susto y por ende esta vez voy a ir sin sorpresa, pero con la misma emoción de quién sabe que los padres se hacen mayores y que si una decide vivir en la otra punta del mundo, debe aprovechar cada viaje como si fuera el último.

Los aeropuertos tienen rostro de un último beso a escondidas de la desaprobación, y es que para mí, amante de la vida en movimiento, tomar un vuelo puede llevarme hacia los brazos de la persona que amo, o por el contrario, alejarme totalmente de la persona que dicta los latidos de mi corazón al entender que mis pasos tienen otros rumbos. Y esta cara de los aeropuertos empezó con 17 años, cuando a escondidas de mis padres tomé un vuelo en el que viajaba en mi equipaje la incertidumbre, o mejor dicho el miedo, de averiguar que quizá me gustaban las mujeres. El aeropuerto de la isla de Ibiza me recibió con la esperanza de que simplemente era una amistad “muy intensa” y que realmente yo podía seguir siendo “normal”, seguir saliendo con chicos, seguir los pasos establecidos. Pero ese mismo aeropuerto me despidió 3 días después en los baños de personas minusválidas con los labios más cálidos que me habían besado hasta entonces, con un dulce sabor a sal de las lágrimas que corrían por las mejillas tanto suyas como mías, al entender que algo tan puro no podía ser un error y dando inicio así a una relación amorosa en total secreto y a escondidas de la gente, durante casi 1 año, en el que a pesar de ser menores de edad, conseguíamos que los aeropuertos nos juntaran cada pocas semanas para darnos y hacernos el amor que pasados unos años se convirtió en mi bandera, en una de mis luchas y a la vez en un profundo orgullo.

Los aeropuertos tienen rostro de etapas que inician y etapas que terminan, y el ejemplo más claro fue el vuelo que en el 2019 tomé desde España a Costa Rica para, supuestamente, estar 4 meses realizando mi proyecto de tesis y luego volver a mi país. En teoría 4 meses y ya van más de 4 años y estoy en este momento en un aeropuerto esperando poder volar para animar a Costa Rica a ganarle a España. ¡Qué locura! Quién me lo iba a decir… Ese vuelo de Iberia del 3 de marzo del 2019 marcaría el final de mi etapa como estudiante y daría inicio a mi etapa de madurez, de profesionalizar toda mi pasión en una Fundación llamada GOLEES y de asentar esta cabecita loca. Los cristales del aeropuerto Juan Santamaría reflejan una Carme totalmente diferente de la que llegó sin tener claridad de su vocación. Una Carme ni mejor ni peor, pero con más aeropuertos en la espalda y con más claridad de los ritmos que marca la vida.

Los aeropuertos acogen risas, lágrimas, todas las emociones que un ser humano pueda sentir, también establece injustas diferencias y barreras ficticias por nacionalidad, hace que unos pasaportes tengan estupidamente más valor que otros, puede ser un “hola” para alguien con un ramo de rosas en las manos, a la vez que un “adiós” para otra persona que decide dar la espalda a un futuro que ya no será suyo. Y la magia de todo esto es que puede pasar en personas que se encuentran a menos de 1 metro de distancia, y es que sin duda no hay un tipo de lugar que albergue tantas historias diferentes en un espacio tan reducido como un aeropuerto.

Y en un entorno que puede llegar a ser tan impersonal y despersonalizado, quienes trabajan ahí tienen 2 opciones:

A) Que tú no seas más que un número de pasaporte y una categoría de equipaje.
B) Que tu historia en el aeropuerto tenga valor.

Y en el día de hoy en la aerolínea en la que pierdo mi primer vuelo en 30 años (habiendo tomado más de 50 aviones en mi vida) yo me topo con una encargada categoría tipo A. Pero tras correr con la desesperación pegada a mis talones a otra aerolínea en la que me aparece que sale un vuelo hacia Los Ángeles en unas horas, me encuentro a la gran Mariela.

Mi salvadora, mi heroína, mi luchadora, mi luz de esperanza.

La cual decide esperar conmigo durante más de una hora hasta que recibo el correo de aprobación para mi entrada a Estados Unidos y la que, quizá hasta poniendo su cargo en peligro, consigue que el único vuelo que aún puedo tomar para no perder el que me llevará a Nueva Zelanda, pase de $2.200 a $370 por un “truco” magistral que solo ella podía conocer y aplicar, me permite no embarcar mi mochilero Totto para que vaya conmigo en el avión y no tener que esperar a que salga con los equipajes de bodega, me da un asiento en clase alta para que así sea la primera en salir corriendo del avión y además de todo esto, no deja de sonreírme en cada uno de los minutos en los que siento que el mundo se me cae encima.

Escribo este relato en el primer avión de todo este plan creado por ella, sin aún saber si estaré a tiempo o no de encontrarme con mis compañerxs antes de que salga el último vuelo al Mundial, el cual no podré pagar si lo pierdo… pero solo haber conocido a Mariela quien, sin conocerme de nada, vio en mis ojos que mi historia en el aeropuerto era igual de valiosa que todas las historias que suceden en los aeropuertos, me permite comprender que siempre hay oportunidad de ayudar a la persona que te pide ayuda.

Mariela, no sé si algún día leerás esto, pero TE AMO.

Gracias Chunche por seguir siendo una escuela de lecciones de vida y en este edición ya regalarme la primera sin ni siquiera haber salido de Tiquicia.