Entre pirámides, faraones y el rostro de Mohamed Salah en cada esquina, el viaje por el Medio Oriente empieza en tierras egipcias. Ligeros de equipaje pero aún llenos de prejuicios, siento un bolazo de CR7 en la boca del estómago cada vez que veo a una mujer vestida con un burka, completamente negro, en el que sólo se pueden ver sus ojos. Ellas ven, pero tú no las puedes ver a ellas. Me está costando demasiado no juzgar, no sentir rabia e impotencia por ellas, justo lo que me había prometido a mí misma no sentir, horas antes de dejar tierras costarricenses.
Y de repente, aparece ella.
Velo islámico negro de cabeza a los pies, y en los pies, unos inesperados patines. No necesitamos el mismo idioma porque nos hablamos con la mirada y, sin tiempo para prórroga, agarro un skate y su mano. Entre los carros pitando, unos hombres gritándonos y las cuatro ruedas del monopatín temblando, los pocos centímetros de la rendija que me permiten ver el brillo en sus ojos y la fuerza con la que me agarra la mano, consigue romper la subjetiva idea de que yo, por ser como soy, vestir como visto y creer en lo que creo, soy más libre, autónoma y feliz que las mujeres que detrás de un velo, me voy a cruzar al largo de esta travesía. Escucharla hablar sobre qué significa ser mujer en Medio Oriente, árabe, musulmana, y deportista me lo reafirma. Su sueño es ser patinadora profesional y cuando patina, siente que vuela.
Me estalla “la jupa”.
Ella no lo sabe, pero junto con sus dos amigas y un grupo de más de 10 adolescentes, nos acaban de regalar una escena que yo concebía imposible en mi quizá limitado, estigmatizado y prejuicioso imaginario. Yo no soy nadie para hablar de los derechos de las mujeres musulmanas, porque no soy una mujer musulmana ni he nacido y criado en un País Árabe. Solo sus voces pueden hablar de sus propias vivencias.
Pero aquí no acaba la lección.
Mientras aún estoy absorbiendo tal aprendizaje, Egipto tiene preparado otro baile entre la reivindicación y el respeto cultural, y ahora soy yo quién está detrás del velo.
Suave un toque, me explico. Para poder entrar a la increíble mezquita al-Azhar debo vestirme casi exactamente igual que mi amiga la patinadora. Un huracán de emociones me corre por las venas. Pero decido no dejar que el enojo que podría sentir por tener que vestirme así, se apodere de mí. En cambio, decido priorizar el momento que comparto con la mujer que me viste para poder acceder al templo en el que Sasso y Jupabola, con pantalones cortos, camiseta de fútbol puesta y medio bola en la cabeza, ya me esperan sin problema de acceso alguno. Por ser hombres, claro.
Esta señora debe haberme detectado mi cara de pánico, me agarra la mano con calma y me muestra la vestimenta con una sonrisa. Se ríe mientras me quita el sombrero para empezar a vestirme con la prenda de ropa que en su momento llegó a ser para mí una de las máximas muestras de opresión hacia la mujer. De repente, ella baja la mirada y ve que llevo atada la bandera de Costa Rica en las piernas y una bola de fútbol colgada en mi canguro. Me vuelve a mirar y, justo cuando ya estoy apunto de quitarme ambos objetos, ella me agarra la mano y me la aparta. Me dice con la cabeza que no. Y me los deja puestos. Ella no sabe ni mi nombre, pero sabe la importancia que es para mí mantener mi identidad, aunque sea debajo del velo. El corazón me late a 200 por hora, pero vuelvo a ver su sonrisa y su mirada y decido dejarme llevar por la complicidad que ella, al igual que la joven patinadora, me generan. De repente me encuentro riendo con ella, diciéndonos mútuamente “Beautiful”, y mi mente se calma. En la mitad de la mezquita me veo en la pantalla de la GoPro y me cuesta reconocerme, pero me giro y la veo a ella, quién me sigue con la mirada, me saluda y vuelve a sonreír. La paz interior que siento en este preciso momento es indescriptible.
Lloro.
Y mis lágrimas se acompañan de este valioso aprendizaje: las mujeres, más allá de la forma de vestir, con o sin velo, luchamos.
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